Bruxismo y tiempo

Necesitaba un plan de ahorro, un plan de retiro, un plan de carrera, un plan de pareja, un plan de familia, un plan. ¿Cómo balancear la libertad con la responsabilidad?
Por Andrea Ceballos
Al tiempo le escribo palabras enredadas que no se entienden al igual que él. Dicen que el oro desearía ser tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo. No sé qué es, ni dónde empieza, ni dónde termina. Ni cómo se gana, pero sí sé cómo se pierde. Un día decidí, casi como si fuera algo dentro de mí lo que tomaba la decisión, que necesitaba pausar. Sentía una necesidad feroz, casi violenta, de salir corriendo del lugar en el que estaba. Escuchaba un susurro con la claridad de grito que me decía con voz de quien pronuncia cada letra.
–La vida es más que esto.
Entonces, mientras desgastaba mis premolares y se me formaba un socavón en el pecho, decidí pedirle al tiempo tiempo. Me senté frente al espejo y me vi a los ojos. Se veían tristes. Les prometí que encontraríamos una mirada diferente. Y así, metí mi vida en dos maletas grandes (luego me di cuenta de que no necesitaba tanto), y me fui al lugar más lejano que podía encontrar. Corté con mi novio con la paz de saber que no había nada que quitar y nada que agregar. Me tomó las manos y me dijo que me fuera a buscar, yo no entendía el significado de eso, pero podía sentir sus palabras. Renuncié a mi trabajo y, en una sociedad en la que (pensamos) somos lo que hacemos, me quedé sin significado. Entendí que esa ausencia de “ser” era la tierra fértil en la que crecería algo más: mi verdad.
Andar por las calles en las que los árboles brillan me regaló el anonimato. Todo lo que presumía de ser no existía en esa dimensión, entonces indagué para encontrar lo que sí podía ser. A veces, le quería robar tiempo al tiempo, le pedía, mientras un hoyo negro habitaba en el centro de mi pecho, que se extendiera un poco más, que no me dejara retrasada en la carrera. ¿Cuál carrera?, no lo sé. El tiempo me contestaba en forma de atardeceres y de lunas llenas.
–No me voy a ningún lado. Soy de ti.
Veía en Instagram las relaciones “formales” de mis amigas, los puestos de trabajo con nombres rimbombantes que mis conocidos ocupaban, los planes de viernes y sábado en restaurantes que yo no me podía permitir pagar, los éxitos, que, aunque yo ni siquiera quería, se sentían como cuchilladas en el ego. Yo, mientras, aprendí a hacer café con la mandíbula apretada. Encontré la técnica perfecta para espumar la leche de avena e incluso la de soya. En una cafetería a la mitad del barrio más lindo de Melbourne, encontré un significado que nunca antes había tenido sobre la vida. Aún en esas tardes en donde me permitía definirme sin el peso de tener que saber quién era, sentía que el tiempo me ahorcaba con unas manos que ni siquiera se enredaban en mi cuello.
Caminaba y era como si mis pies solo estuvieran reconociendo el pavimento. Mis pasos eran largos y lentos, abrazaban las calles. La propia ciudad me hacía parar, era como si el tiempo estuviera de vacaciones. Nadie sabía quién era, ni siquiera yo. Los malditos y hermosos veintes se sentían en su máxima expresión. Por un lado, quería seguir viajando con un backpack y vivir en hostales. Deseaba quedarme en el anonimato lo más que pudiera y vivir una vida en la que el éxito no se pareciera nada a su conocida definición. Quería espumar leche toda mi vida, caminar despacio por todos los callejones, enamorarme en otro idioma y seguir chapulineando de visa en visa. Por el otro lado, la incertidumbre de dejar a la Andrea del futuro desprotegida me sobrepasaba. Necesitaba un plan de ahorro, un plan de retiro, un plan de carrera, un plan de pareja, un plan de familia, un plan. ¿Cómo balancear la libertad con la responsabilidad?
Me hacía preguntas que no cabían en el ancho de mi cuerpo y me jalaban al cielo como si se les hubiera enredado un hilo. Me cuestionaba, porque había tiempo de hacerlo. Bueno, tiempo siempre hay, pero esta vez él me permitió conocerlo como su cómplice. De mañanas lentas en las que tomaba el tranvía, escuché que algo me decía: keep looking. Entonces, me fui sola a la India.
Pasé horas meditando y haciendo yoga. En la quietud de observarme, me enfrenté con algo que el caos de la prisa siempre me había nublado. Vi mi sombra y me presenté con un beso en cada cachete. Ella me abrazó y me dijo que estaba a salvo, pero para poder continuar tenía que ponerme frente a un laberinto de espejos. Encontré respuestas, pero, sobre todo, me crucé con más preguntas. Preguntas que hoy van guiando mis pies como si ya conocieran el sendero.
Llegué a México y me empezaron a doler las muelas. Fui al dentista pensando que tenía caries.
–Tienes bruxismo —me dijo el dentista—, se te han desgastado los molares.
Le dije que la causa de la tensión de mandíbula se debía a que me he estado haciendo preguntas y que algunas me aterran. En ese consultorio blanco y frío, capaz de darme escalofríos, me di cuenta de la importancia del tiempo. Entendí lo imprescindible del arte de pausar. El arte de pedirle al tiempo habitarlo. De encontrar nuestra propia definición del tiempo. Definir nuestra cronología. Hay personas que lo encuentran más fácil, que no se preocupan mucho por esa estúpida idea de tener que llegar a un destino a una cierta edad. Para mí, tiene que ser un recordatorio constante el de saber que no le fallo a mi línea, que no me atraso ni me adelanto, que no hay contra quién competir. Ahí, recostada con la boca abierta, me prometí no volverme a perder en el verbo tener. Tener que ser, tener que cumplir, tener que hacer, tener que tener. Me juré solo ser. Ser para mí, ser de mí, ser para ser.
