Entre sombras digitales: hiperconectividad y desconexión corporal

Somos la primera generación completamente digitalizada e interconectada de la historia, aquella cuya fuente primordial de tranquilidad yace en un mundo idealizado de píxeles.
Desde el día en que nacimos, hemos sido envueltos en un manto de silicio y código binario. La tecnología nos ha brindado un sinfín de herramientas digitales que nos acompañan y lo seguirán haciendo a lo largo de nuestras vidas. Somos la primera generación completamente digitalizada e interconectada de la historia, aquella cuya fuente primordial de tranquilidad yace en un mundo idealizado de píxeles. Crecimos embobados mirando una pantalla, admirando los reflejos de una realidad inexistente, a la par perdimos la conexión con lo más importante que tenemos; nosotros mismos.
Lo que antes implicaba moverse al menos un poco, ahora se resuelve con un simple clic. Trabajos, relaciones, entretenimiento… todo sucede en el ciberespacio. Y así, sin darnos cuenta, nos hemos convertido en una versión moderna de los humanos de WALL-E, moviendo nuestros cuerpos cada vez menos, automatizando cada vez más.
No obstante, el movimiento no es lo único perdido. También hemos heredado un incremento de ansiedad, estrés y depresión, sin mencionar el alarmante crecimiento del sedentarismo digital, sobre todo en adolescentes. Somos una generación que sufre de una desconexión corporal a niveles estratosféricos.
Se nos ha vendido eternamente la idea de que estar conectados de manera virtual nos acerca, nos hace más eficientes, más felices. ¿Realmente qué es lo que aporta? Un scroll infinito que termina consumiendo horas de nuestras vidas, vaciándonos más de lo que nos llena. ¿Es posible que nos estemos privando de nuestra propia esencia humana? La tecnología es una herramienta sumamente poderosa, pero ¿estamos usándola o estamos dejando que diluya nuestras experiencias?
En este vórtice digital, donde el pensamiento crítico se automatiza y las experiencias corporales se aíslan cada vez más, el movimiento surge como un acto de resistencia. No se trata de ejercitarnos para caber en el molde impuesto por los caprichos del patriarcado. Esto va más allá. Es una forma de escapar del trance virtual que tanto nos distrae de la realidad, de redescubrir el gozo del movimiento sin la necesidad de pensar en cómo nos vemos al realizarlo, sin juicios. Se trata de reencontrarnos con nuestra corporalidad orgánica y atender ese impulso vital de movernos.
La danza es una de las múltiples optativas para movernos con un enfoque diferente y que nos llene un poco más que ejercitarnos en un gimnasio, no solo nos permite reconectar con nosotros mismos, sino que también transforma nuestra mente. Numerosos estudios han demostrado que bailar no solo mejora la coordinación y el equilibrio, sino que impacta la neuroplasticidad, la función cognitiva e incluso la regulación emocional de manera positiva. Gran parte de estas implicaciones, se deben a la activación multisensorial que implica la danza, en contraste con el ejercicio convencional [1].
El impacto de la danza va más allá del individuo; es una herramienta de prevención y tratamiento para enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer y el Parkinson. Un meta-análisis reciente reveló que intervenciones basadas en danza mejoran la cognición, reducen la depresión y el aislamiento social, a la par que aumentan la autonomía en adultos mayores con demencia [2]. Bailar no es solo arte o entretenimiento, es medicina para el cerebro y el alma.
En una sociedad que nos empuja a la productividad y al consumo, la danza se convierte en un acto de rebelión. Nos han enseñado que hagamos lo que hagamos, nunca es suficiente, que siempre falta algo para alcanzar la perfección. Especialmente como mujeres, el sistema nos exige ser bellas, inteligentes, exitosas, pero jamás demasiado libres. Bailar es desafiar esta imposición que nos amarra a un mundo en el que no queremos, ni nos conviene, vivir.
Es momento de abrir nuestras puertas a una nueva forma de habitar el cuerpo. Una en la que nos sintamos libres, donde exploremos sus límites y expresemos lo que con palabras no podemos, de un modo que nos ayude a reconectar con el espacio y el presente. Dejemos que el movimiento se resignifique hasta convertirse en un lenguaje propio.
[1] L. Teixeira-Machado, R. M. Arida, y J. de Jesus Mari, “Dance for neuroplasticity: A descriptive systematic review,” Neuroscience and Biobehavioral Reviews, vol. 96, pp. 232–240, 2019. DOI: 10.1016/j.neubiorev.2018.12.010.
[2] D. Tao et al., “The effectiveness of dance movement interventions for older adults with mild cognitive impairment, Alzheimer’s disease, and dementia: A systematic scoping review and meta-analysis,” Ageing Research Reviews, vol. 92, p. 102120, Nov. 2023. doi: 10.1016/j.arr.2023.102120.
