Las madres que luchan

Y mientras ellas siguen, la sociedad olvida.
“Llegamos todas” dijo Claudia Sheinbaum la madrugada del 3 de junio de 2024 cuando tomó el Zócalo capitalino tras su victoria en las elecciones… “Llegamos todas” dijo el 8 de marzo de 2025 dentro de Palacio Nacional en una ceremonia para conmemorar el Día de la Mujer. Afuera, detrás de las vallas, madres buscadoras y familiares de víctimas de feminicidio -en huelga- esperaban que la presidenta las recibiera. Al mismo tiempo, las calles de Reforma se pintaban de morado mientras a coro gritaban: CLAUDIA, NO LLEGAMOS TODAS.
Entre el coro de consignas, una eriza la piel: HIJA, ESCUCHA, TU MADRE ESTÁ EN LA LUCHA. Son las madres que siguen buscando a sus hijas desaparecidas y las que exigen justicia por las que les arrebataron.
Pienso en esas madres, en sus rostros marcados por el cansancio, en sus cuerpos gastados por la lucha, en sus voces que nunca dejan de gritar, aunque a veces sólo encuentran eco entre ellas. Pienso en las madres buscadoras que se levantan cada mañana con la esperanza de que hoy sea el día en que encuentren a su hija. Pienso en las madres de víctimas de feminicidio que repiten una y otra vez el nombre de sus hijas, intentando que nadie las olvide, pidiendo que se haga justicia.
Cada día, 11 mujeres son asesinadas en México. En el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, el número de mujeres desaparecidas aumentó un 161.6%. Hoy, hay 26,700 mujeres desaparecidas en el país. Esas son cifras que paralizan, que asustan, pero ninguna alcanza para medir el desgarre de una madre que, a pesar de todo, sigue buscando. El de una madre que sigue pidiendo a gritos justicia y jamás medirán el sufrimiento de aquellas que, además de buscar a sus hijas, tienen que luchar contra la indiferencia y el estigma de un sistema que las revictimiza a ellas y a sus hijas.
Las mujeres que buscan a sus seres queridos, muchas veces abandonan sus trabajos, sus hogares, sus familias, porque el dolor y la angustia las consume. La búsqueda se convierte en su única prioridad, un abandono involuntario de sus roles de trabajadoras, madres, esposas. Lo único que importa es encontrar a su hija, aunque eso signifique poner en pausa todo lo demás.
Y, en ese proceso, ellas se enfrentan a una doble carga: la de la búsqueda y la de la estigmatización. Porque cuando se trata de una mujer desaparecida o una asesinada, las preguntas cambian. ¿Qué llevaba puesto? ¿Había tomado alcohol? Son preguntas que nunca se hacen cuando es un hombre el desaparecido. En esos casos, la narrativa siempre se resume a “andaba por malos pasos”.
Esas madres lo saben. Saben que, por más que se desgasten en la lucha, siempre habrá quien las cuestione. Que no hay un espacio real para su dolor, ni para el esfuerzo incansable que sostienen. En lugar de empatía, reciben interrogatorios. Como si encontrar a su hija, como si obtener justicia dependiera de algo que ellas hubieran podido hacer distinto.
Y en medio de todo, el desgaste se acumula. No solo en el cuerpo, también en la mente. La ansiedad, la depresión, la hipertensión, las fracturas, las infecciones. La falta de sueño y la incertidumbre comiéndoselo todo. Porque sus búsquedas son en terrenos hostiles, donde cavan con sus propias manos porque las autoridades se niegan a tocarlos. Donde exponen sus cuerpos al crimen organizado, a la indiferencia institucional, a la desidia de quienes deberían protegerlas.
Y mientras ellas siguen, la sociedad olvida. Olvida que cuando una mujer desaparece o es asesinada, su familia también se convierte en víctima. Que la ausencia de una es la herida de muchas. Y en este escenario, la pregunta es inevitable: ¿qué hacen realmente las autoridades por ellas? La Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) debería garantizarles apoyo médico, psicológico y jurídico, pero demasiadas veces se hace a un lado. Minimiza. Se deslinda. Estigmatiza. Les dice que abandonen la búsqueda, que vuelvan a sus vidas, como si fuera posible regresar a la normalidad cuando la justicia nunca llega.
La ausencia de justicia se vuelve un peso más sobre sus hombros, obligándolas a enfrentar un proceso desgastante donde la revictimización no es la excepción, sino la norma.
Ni las cifras, ni los datos, ni los discursos pueden medir el desgarro de una madre. No pueden abarcar lo que significa ver pasar los años sin respuestas, sin justicia, sin un lugar donde hacer el duelo.
La sociedad no puede compartir su dolor, pero puede verlo. Y debería verlo. Porque cuando una madre sale a buscar, lo hace sola. Solas contra una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado. Solas contra unas autoridades que, cuando no son cómplices, son indiferentes. No debería ser así. Deberían poder buscar sin miedo, sin amenazas, sin desgaste. Debería haber justicia sin tener que dejar la vida en el intento.
En los colectivos de búsqueda lo dicen claro: los buscamos porque los amamos. No por venganza, no por rencor, sino por amor. Un amor que no termina, que no se cansa, que las sostiene cuando el mundo entero les da la espalda.
Cuando la presidenta dice: “Llegamos todas”, no es cierto. No han llegado todas. Faltan sus hijas. Y hasta que vuelvan o hasta que tengan justicia, ellas seguirán. Aunque les cueste la vida.
